En segundo lugar, una minoría de experimentos con animales sí posee carácter biomédico. Esto es compatible, sin embargo, con que no todos ellos persigan aliviar o curar dolencias graves. Dados los daños padecidos por los animales con los que se experimenta, tampoco serían prácticas justificadas. Hay que admitir, aun así, que una parte de la investigación biomédica sí tiene como fin eliminar dolencias graves y aumentar la calidad y duración de la vida humana. En estos casos debemos comparar el sufrimiento y la muerte que se causa a los animales no humanos con los grandes beneficios que algunos seres humanos obtendrían en caso de éxito en la investigación. El hecho de que los beneficios a los humanos no sean triviales puede llevar a pensar que en estos casos, a diferencia de los anteriores, la experimentación con animales está justificada. Ello sería, sin embargo, un error.
La experimentación con animales sólo se extendió y estandarizó en la comunidad biomédica moderna durante los años 30 y 40 del siglo pasado. Por razones éticas, se pretendía evitar ensayos clínicos que sometieran a seres humanos a un riesgo de daño demasiado alto, a la vez que se impedía el uso clínico de tratamientos no debidamente testados. Dado el estado del conocimiento científico, se creía que las similitudes entre organismos no humanos y humanos, a pesar de sus diferencias, eran suficientes.
Así, se pensó que era posible predecir el efecto en pacientes humanos de, por ejemplo, un fármaco, a partir de su efecto observado en ensayos clínicos con otros animales. Bajo esta asunción, los sistemas jurídicos suelen exigir ensayos con no humanos antes de hacerlos en seres humanos, y como requisito para que quienes investigan reciban ayudas públicas. Estos son algunos de los factores que explican la predominancia actual de este modelo. Sin embargo, hay fuertes razones, basadas en evidencias de las que no disponíamos en el pasado, para cuestionar el valor científico de la experimentación animal, particularmente en comparación con otros métodos.